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Foto del escritorParroquia María Inmaculada

Buscar a Dios y estar con Jesús

Existen dos formas con las cuales podemos entrar en relación con el Señor. La primera es la necesidad que tenemos de Él – una necesidad que nace de nuestros límites, de nuestros pecados y de nuestros deseos; de nuestra dependencia original. La segunda forma nace del deseo de donarnos a Él, dirigirle nuestro afecto y nuestra alabanza agradecida.


“Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo”. Estas dramáticas palabras de Job, que escuchamos en la Primera Lectura de este V domingo del Tiempo Ordinario, nos recuerdan nuestra naturaleza: estamos expuestos continuamente al acecho, y nuestras fuerzas son muy pequeñas por los retos que la vida nos pone. El profeta sufre, como sufrimos hoy nosotros por la pandemia, y dice: «Al acostarme, pienso: ‘¿Cuándo será de día?’. La noche se alarga y me canso de dar vueltas hasta que amanece». ¿Cuándo será de día? ¿Cuándo nos veremos libres de tantas pruebas? Es un grito que el pueblo levanta a Dios, para que intervenga pronto. Desfallecemos, Señor, esperamos tu auxilio, la liberación de este valle de lágrimas.



El Salmo nos dona ya un acento nuevo: «Alabemos al Señor, nuestro Dios, porque es hermoso y justo alabarlo... El Señor sana los corazones quebrantados, y venda las heridas; tiende su mano a los humildes y humilla hasta el polvo a los malvados». Sabemos que en el Señor encontramos un refugio seguro, un puerto tranquilo que nos hace descansar del mar en tormenta. Por esto es justo alabarlo, porque experimentamos su misericordia y su poder.


Esa misericordia la tocaron con sus manos, de una forma única e inconfundible, sus apóstoles. Escuchamos en el Evangelio de S. Marcos: «La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y se puso a servirles». Y muchos otros desfilaban ante el Señor, y experimentaban el bálsamo de sus palabras, que sana las heridas del alma, y la fuerza de su Espíritu, que remedia los males del cuerpo.

Por lo tanto, quienes estuvieron con Él, aprendieron a amar a Dios en Él. Aprendieron a estimarlo, apreciarlo, seguirle, confiar en Él, y por último adorarlo. Sólo a Cristo podemos dirigir nuestra adoración. Y esta es la segunda forma de entrar en relación con Él: dedicarle nuestro tiempo, nuestro afecto, entregarle nuestra vida con gratuidad y sencillez, como Él hizo y hace con nosotros.

Podemos decir que el cristianismo es el itinerario continuo que va de la necesidad de Cristo – debida e nuestra naturaleza – a la adoración del Señor, por la gratitud que nace en nuestro corazón.

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