Tres mil millones de personas en cuarentena: casi la mitad de la humanidad detenida forzadamente, encerrada en sus casas. ¿Quién puede hacer esto? ¿Quién puede parar el tumultuoso movimiento cotidiano de la mitad de la población mundial?
Ningún hombre tiene este poder: nadie podría detener a fuerzas a tres mil millones de personas. Los acontecimientos presentes nos ponen directamente ante el espectáculo del poder sin límite de Dios: esto viene de Él y todos lo sabemos. Mis familiares y amigos me contaban como en Italia – un País viejo, secularizado, cansado de vivir – se está dando un despertar religioso que no tiene antecedentes en la historia contemporánea. ¡Somos un País bendecido!, aun en la prueba y en el sufrimiento.
Cuando Dios toca a la puerta de nuestras casas de una forma tan clara, tenemos dos posibilidades: el miedo o la entrega filial. Los pueblos paganos tenían miedo ante la obscura y misteriosa presencia de “los dioses”, que manifestaban su poder en las inundaciones, en las enfermedades, en los temblores; hoy también nosotros podemos vivir un nuevo paganismo, podemos vivir el tiempo presente con angustia y desesperación. ¿Qué será de nosotros? ¿Cómo saldremos de este terrible momento? ¿Me enfermaré? ¿Se enfermarán mis seres queridos? En este caso, si no morimos de coronavirus, moriremos de espanto y ansiedad.
Cristo ha traído al mundo una alternativa revolucionaria: la entrega filial. Él es el Hijo que confía plenamente en el Padre, le entrega totalmente su vida, para realizar la salvación de todo el mundo. De esta entrega del Hijo, brota la Resurrección, la victoria sobre la muerte y el mal. Aunque Cristo mismo, por un momento, tiemble, su entrega es confiada. El Señor nos invita a hacer lo mismo: descubrir la Presencia buena del Padre, entregarle nuestra vida con sencillez y totalidad. Dios nos ha mostrado su rostro de Padre: por eso podemos dejar de tenerle miedo al imprevisto, y empezar a orar, como un hijo o una hija le habla a su querido papá.
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