En la página del Evangelio de este Domingo (Mt 10, 37-42), Jesús por tres veces describe una situación en la cual quien quiere ser su discípulo puede no ser digno de Él. Lo hemos escuchado: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí. Este triple “no es digno de mí” no es una evaluación moral, sino simplemente la constatación de que ser discípulos del Señor implica el deseo de vivir como Él ha vivido, y sabemos que Jesús vivió un desprendimiento radical con respecto a su propia familia y aceptó el camino de la cruz. Tomar la cruz significa para nosotros aceptar la posibilidad de que el camino de la fe implique también dificultades, incomprensiones y oscuridad. Significa aceptar que hay momentos en la vida en los cuales el acto de fe se vuelve algo carente de sentimiento, motivado solamente por una fidelidad al Señor casi desnuda.
Pero la frase que sigue en el Evangelio que estamos comentando - El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará – nos recuerda también que la finalidad ultima de este camino no es nuestra aniquilación, la aniquilación de nuestras personas, sino su realización plena en la verdad, en la libertad y en al amor. Aquí también, el ejemplo de Jesús nos sostiene. Jesús ha realizado su vida, donándola. Y donándola, ha generado vida y amor, brindando estos dones a los pobres, a los enfermos y a quienes encontraba a lo largo del camino. Por lo tanto, la invitación a perder nuestra vida es la invitación a amar como Cristo ha amado.
Finalmente, viene la última parte del Evangelio que ha sido proclamado: El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.» Después de haber hablado de qué significa ser su discípulo de Jesús, el Señor habla de la acogida del discípulo y en el fondo saca el tema de la acogida del otro de una simple ética de los buenos modales, para darle, en cambio, un fundamento sacramental. El discípulo es acogido, porque es signo de Cristo, que a su vez el enviado del Padre. La referencia al vaso de agua nos recuerda, además, que se trata de una acogida real, concreta, cotidiana.
Pidamos a la Virgen que nos done la gracia de vivir a la altura de este ideal, para que nuestra existencia sea más plena.
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